lunes, 16 de marzo de 2015

El Llamado “Libro Necesario”

Respecto de “la literatura comprometida”, “el libro necesario”. El escritorrevolucionario está preparado sólo para o es aceptado sólo por escribir libros utilitarios, o sea, novelas y ensayos para propaganda política. Hacer un libro para difundir una doctrina o una ideología es como elaborar un rótulo para una feria, pasada la fiesta, ya nadie lo mira. “El libro necesario” no es una obra de arte sino un –a veces genial– panfleto sentimental de proselitismo político. Pudo llegar a ser, en algunos casos, un escrito célebre porque activó una reivindicación proletaria en un país donde hubo exclusión –y sigue habiéndola después de más de tres lustros de revolución–, pero dista mucho de ser un documento de validez estética. Para Jean Paul Sartre, por ejemplo, escribir al fragor de una ideología no fue suficientemente letal. El antídoto de su escritura fue el intelecto y su conciencia de semiología. Leemos a Sartre no por su tesis sino por su estilo; sus alegatos a favor del socialismo creo que hoy día a nadie le interesan pero su lenguaje y diseño serán por siempre interesantes. Los lectores se volcaron a una veneración emotiva por causas ideológicas y otra vez, el escritor y la y la prosa, el poeta y la poesía, volvieron a sucumbir por culpa del vanguardismo ideológico que es una forma etiquetada de llamarle a la falta de talento e inspiración real. Los poetas verdaderos son los autores de un universo que tiene significados inmortales, la grandeza de La Biblia y el Corán, es justamente el poder de sus signos místicos. Podemos pensar que un artista sea acaso malvado, corrupto o repugnante y acaso decir que cuenta con el genio creador del signo estético. Hay múltiples ejemplos de hombres más bien repugnantes que no obstante sabían escribir. Octavio Paz nos habla de un narrador alemán que siendo sicario de confianza de los nazis pudo escribir varias novelas de notable valor estético sin desobligarse de sus deberes de funcionario fascista. Lo que no se puede soportar en la literatura es la ingenuidad, la cortedad mental. La escritura es una guerra despiadada contra el odio y la mediocridad. Pero si la mayoría ya están contaminados de egoísmo y vanidad permítanme decirles que la literatura comprometida no tiene futuro.
La extorsión intelectual tiene que ver con los caros salarios que se atreven a cobrar los mediocres. La extorsión se perfecciona cuando vemos que la mayoría de los mediocres están enchufados a buenos cargos, a grandes privilegios y a prebendas extremas. El país los ha empleado para que hagan lo que no pueden y para que inventen lo que no pueden crear ni fabricar. Hay en esto un engaño duplicado; por un lado el país cree que hace un bien y por otro espera frutos de árboles estériles. Entonces se produce una doble pérdida, por un lado el dinero y por otro la oportunidad. Debemos entender que no se circunscribe a la literatura; ocurre en todos los ámbitos de la Cultura. En quince años se presentaron los más horrorosos bodrios teatrales y musicales que he presenciado en mi trabajosa vida, sólo que se trata de bodrios financiados por el Estado. Trato de explicarme: los mediocres –llamados cultores–, resultan caros porque derrochan y profanan los recursos que deben ser depositados en manos de artistas buenos y creativos. Además, los mediocres empobrecen porque instalan valores errados que la población aprende a consumir. El pueblo es débil para percibir pero drástico para castigar. Un ciudadano común no cuenta con suficiente discernimiento para captar un embuste intelectual hecho por un escritor, por un poeta, por un pintor o por un músico. El hombre y la mujer común sencillamente no participa, no lee, no observa y no escucha. Los únicos artistas que se quejan de la indiferencia de los públicos son los mediocres; a los grandes artistas sobra quien los mire, quien los lea, quien los observe y quien los ame. La extorsión intelectual se ha fortalecido con los negocios de la quinta. Los intelectuales venezolanos que estuvieron implicados en las luchas populares por la reivindicación proletaria temblaban ante la palabra negocio; términos como gerenteutilidadmercadeorendimiento y ventas fueron desterrados de su mente y de su jerga, pero pasado el bullicio de las marchas ideológicas los retomaron con ansiedad morbosa. La revolución no paga derechos de autor, eso es inmoral y antipatriótico, pero ese dinero se lo embolsillan los camaradas que coordinan. Resulta que hoy, los antiguos defensores de las causas del pueblo, están convertidos en empresarios de éxito. Hallaron por fin su verdadera vocación. La democracia, según creo, se refiere a la supresión de las ventajas legales dado que las ventajas naturales no se pueden legitimar, digo, que no se puede prohibir tener talento pero sí se puede regular el salario mínimo. No habían tardado mucho en comprender que no es forzosamente necesario tomar la mejor decisión, sino que en la mayor parte de los casos basta con tomar una decisión cualquiera, a condición de tomarla rápidamente; bueno, si uno trabaja en el sector público.
Cuando más pobre sea una sociedad más proclive será la población a comprar lotería y a confiar en la suerte. Un hombre bueno y talentoso morirá en la marginación y el desprecio si vive en un país gobernado por maleantes, excepto que se le conceda una oportunidad.
TigreCervantes

martes, 30 de octubre de 2012

Gambito de barrio



Adaptación de una anécdota o chiste, no sé bien, contada por el poeta Antonio Mora en su despacho de la Panadería Cristal. 

Algunos casos trágicos, famosos a fuerza de repetición, han convencido a la gente de la naturaleza violenta de los boxeadores: lo que pudiera presumirse como habilidad y tesón deportivo se concluye como maldad e incorrección. Las mujeres, sabiéndose las víctimas primeras y últimas, son las más reacias a ver el conjunto de otra forma y exigen percepciones solidarias a sus familiares y conocidos.
            En mi barrio había un gimnasio de boxeo; a él acudían sobre todo obreros jóvenes y muchachos de liceo.  Era el tiempo de los grandes combates y muchos soñaban con mujeres opulentas y lujos ganados a golpes en estadios desmesurados edificados con oro y cristal. Otra gente simplemente venía a sudar y a hablar de los temas comunes: novias reales o imaginarias y puños. Los que éramos poco duchos en ambos tópicos nos conformábamos con desviar el tema.
            Casi todos ostentaban apodos: el mío era el profesor, aunque no pasaba de estudiante mediocre, porque siempre llegaba con libros. Sabía que el respeto que no me ganaba golpeando el saco o saltando la cuerda (mi poca habilidad y similar gusto por ser golpeado delante de la gente limitaban mis actividades en el recinto a ambos eventos) me lo garantizaba las novelas vaqueras y  de ciencia ficción con las que, a decir de mi tía la que hablaba mal de todos sin mirar a quién, estaba perdiendo mi vida. Cuando, cansado o con pereza, abandonaba el ejercicio y me concentraba en la lectura, creía notar la mirada pasmada de algún concurrente.
            Mis idas al gimnasio me permitieron, antes que aprender las artes del pugilato, descubrir que lo que se decía de los boxeadores no era cierto: Pablo, un compañero del liceo, grandote para mis modestas proporciones, era un muchacho que pedía disculpas en las pocas oportunidades en que esgrimía una opinión. Análogos caracteres podían atribuirse a  Runcho y a Tote. Ante tamaña injusticia fue fácil decidirme: debía hacer algo para paliar la mala fama que teníamos (la solidaridad me da derecho a la propia indulgencia)
            La solución fue evidente, al menos para mí. Si el boxeo tenía fama de tosco, el ajedrez tenía el respeto de todos, en particular de los que no lo entendían: dos jugadores de ajedrez sentados frente a frente, eso no lo recriminaba nadie, al menos entonces, cuando aún estaba fresco el recuerdo de Fischer y Spassky luchando en una remota isla en plena Guerra Fría. De modo que, confiando en  mis exiguos conocimientos,  convencí a mis amigos que me dejaran enseñarles las bases del juego ciencia en un sitio bien visible para las personas importantes del barrio.  A tal efecto, nos sentábamos todos los días más o menos a las cinco de la tarde en las mesas que estaban afuera de la licorería de Hernández.
            Mis amigos, con una paciencia espartana, resistían, tablero de por medio, mis peroratas desinformadas sobre fianchettos, iniciativa y defensas sicilianas que precedían a las partidas que le obligaba a jugar y que luego comentaba con arbitrariedad. Frente a nosotros, un televisor a todas horas encendido amenazaba con desconcentrar a los educandos, e incluso al instructor, a pesar de sus colores desvaídos y equívocos que Hernández atribuía a un filtro quemado que habrían de traerle de Cúcuta muy pronto.
            Runcho convenció a dos muchachos más y, pasadas cinco semanas de clases, decidí que había llegado el momento de dar un paso al frente y organicé el campeonato del barrio. Aparte de mis pupilos, se inscribieron Juan Pachón Zúñiga, el sastre anarquista  y Lucio, el hijo treintañero de la señora Trina, que se las daba de intelectual o de deportista según el ambiente en que estuviese, que no trabajaba ni se había casado por causa de un penoso accidente en bicicleta sobre el cual nadie hablaba, al menos mientras yo estaba presente.
            Pachón Zúñiga ganó holgadamente todas sus partidas en un round robin a doble vuelta e incluso, sabiendo que yo era el entrenador de casi todos sus rivales, me retó a jugar contra él para saber quién era el mejor, posibilidad que decliné esgrimiendo la evidente afectación de la calidad moral de torneo si asumía la perogrullesca condición de juez y parte. Anuncié entonces que se venía la Gran Final, entre Pachón Zúñiga y Tote, a lo que el primero se opuso: “Si le saqué dos puntos y medio a ese muchacho”, argumentaba con exiguo espíritu deportivo. Me dispuse a una negociación que presumía larga, para determinar las condiciones del match a plena satisfacción de ambos sesudos, cuando intervino Hernández, quién como patrocinante dictaminó: “Acaben esa tochada ya”.
            Entonces me senté a escribir con marcador el nombre del ganador, del segundo y del tercero en unos diplomas de cartulina que mi cuñado me había hecho, a escondidas, en la tipografía donde trabajaba. “¿Y esa vaina qué es?” preguntó Tote, señalando el televisor. En la pantalla algunos hombres forcejeaban, intentando impedir el paso a otros, decididos a huir de una oficina ubicada, presumí, en el centro de Caracas. Uno de estos últimos logró sortear el cerco y corriendo sin demasiada decisión se alejó unos metros. Pero tal vez movido por la solidaridad, regresó y se paró frente al grupo. Un tipo alto salió entonces del grupo que bloqueaba la salida y a la vez que gritaba "pendejo" le dio un golpe al otro tipo, con la mano abierta y un poco más debajo de la oreja, que lo hizo caer, circunstancia que fue aprovechada por dos más para acercarse a darle patadas. Minado como había sido el número de los sitiadores, los de adentro pudieron salir, pero se notó que lejos de su ánimo estaba la intención de abandonar  el lugar cuando volvieron a ingresar para retornar a la escena esgrimiendo sillas y otros objetos aptos para golpear. La voz del narrador de noticias anunció, sin demasiado énfasis: “Continúan los problemas en la Federación de Ajedrez relacionados con la rendición de cuentas de la junta directiva saliente”. Mientras esperaba algún obvio comentario de los presentes, apreté en la mano un diploma y con poco esfuerzo pude hacer de él una pelota. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

Doña Julia, las culebras y el kerosen

Por: José Antonio Pulido Zambrano


En la calle Bolívar de mi pueblo, entre carreras 9 y 10, en la época de mi niñez vivió una vieja, en la cuadra nosotros la conocimos como Mana Julia. 
La casa de Mana Julia era muy humilde, vivía con su esposo el señor Esteban, y eran los únicos que vendían kerosen en el sector de El Topon.
Por algún motivo todos los niños de la cuadra le tenían mucho miedo, decían que era bruja. 
Mana Julia era alta, enjuta, muy arrugada, con los dientes careados, viciadora de chimú y miche claro o "aguardiente". Nuestros padres contaban que a Mana Julia la habían picado muchas serpientes en su huerto, pero eran tantas las picadas que se había vuelto inmune al veneno, quizá por ello veíamos sus uñas largas y negras de tierra con asco, miedo y repulsión, ya que cuando nos portábamos mal el castigo oral era: "Siga portandosé mal, para que un día de estos Mana Julia le meta un pellizco". Un pellizco de Mana Julia era sinónimo de muerte para los niños de la cuadra.
Recuerdo que ya de adolescente murió el señor Esteban, él era de contextura más baja, flaco y con un sombrerito de rayas que acostumbraba llevar de medio lado. Por ello decidí ir al velorio, para sorpresa mía, a la única que encontré en la sala velatoria fue el ataúd solitario con el señor Esteban e Irma Polla (personaje típico de mi pueblo) rezando unas letanías de lo más de hermosas, jamás he vuelto a escucharlas.
Me acerqué a ver el difunto, y lo que más recuerdo eran sus uñas, el cadáver era pálido, estaba como dormido el señor Esteban, pero sus uñas y las yemas de sus dedos eran muy moradas, eso me recordó el mito de Mana Julia y la picada de serpientes, pero para calma mía Irma - que al parecer sabía mucho sobre la muerte - me explicó que todos los muertos se le ponían las "uñas moretadas" o color morado.
Mientras que estuve en la casa de Mana Julia, nunca le vi salir y al despedirme volvió a quedar sola con el difunto la estrambótica Irma Polla.
Mi casa quedaba detrás de la casa de Mana Julia y mi papá siempre le compraba el kerosen a Mana Julia por el lindero, y ella siempre le ponía quejas de nosotros para con ella: "...que si le tirábamos piedras a las gallinas, que nos montábamos en el techo, que nos comíamos las guayabas de un guayabo de su propiedad pero cuyas ramas caían en el gallinero de nuestras casas, entre otras travesuras..." Si algo caracterizaba a Mana Julia también era su mal carácter.
Un día de la nada desapareció Mana Julia, mi padre tuvo que empezar a comprar el kerosen en otro lado y la casa de ella se empezó a enmontar y curtirse de olvido y soledad. Todos los niños creímos que se la había llevado el Diablo por ella tener pactos con las culebras, que según mi abuela María Isabel era el animal que había ocasionado el pecado y había parido el mal sobre la tierra.
Ya de adulto desentrañe el misterio, resulta que Mana Julia había tenido un hijo, que desde muy pequeño se había ido del pueblo, ya al morir el señor Esteban y Mana Julia cubrirse más con el manto de la arrugas, decidió venir y llevársela, murió lejos, muy lejos del pueblo Mana Julia.


Chamos de la cuadra en la época de Mana Julia: 
José Antonio Pulido, Gerson Vivas, Magin Vivas, 
Gilberto Pulido, Pedro Pulido y Jairo Vivas.

domingo, 14 de octubre de 2012

LA MATA DE PUYAS

por Héctor La bella y bulliciosa Caracas, se dice que fue fundada por Diego de Losada el 25 de julio de 1567. Ahora, investigaciones han determinado que Losada no fundó ninguna ciudad, sino que reedificó los dos enclaves que los indios habían destruido unos cuatro años antes: la villa de San Francisco y el pueblo costero de El Collado, que ya existían desde 1561. Esta puede ser la razón de que no exista el acta de fundación de Caracas, ya que la ciudad capital estaba fundada desde 1561; primero como hato establecido por Francisco Fajardo, y después convertida en villa por Juan Rodríguez Suárez, que nombró alcaldes y regidores y repartió tierras entre sus soldados. Cuando Losada y sus hombres llegaron al lugar en 1567, encontraron los cimientos y las cenizas de la primitiva población. En todo caso en 1967 se festeja con gran pompa y significación. Los caraqueños como Miguelito, se sienten orgullosos de su ciudad. Al menos eso le inculcan en su escuela. – Amá, ¿barco se escribe con “v” de vaca chiquita o con “b” de burro grande? – ¿Qué lavativa es esa de vaca chiquita o burro grande? ¡Ah muchachito ‘pa loco este! Tú sí que pareces un burro chiquito, es lo que es. – Así dijo la maestra, güeno yo no sé, eso es muy enredao. – Ya te he dicho mil veces, sin exagerar, que no se dice güeno, sino bueno. Y barco se escribe con “b” grande o de burro o labial, que llaman. – Güeno, bueno. Así transcurría la mayoría de las tardes en la única pieza del ranchito, la cual servía de salita, cocina y comedor durante el día y como dormitorio por las noches. Al finalizar sus tareas escolares, Miguelito se llevaba las dos latas de manteca vacías para cargar el agua. Mientras tanto, Aurora, su joven y abnegada madre le guardaba un buen pedazo de rica melcocha, la cual hacía las delicias del muchachito. Ella había descubierto que este era un método infalible para que Miguel se demorara lo menos posible, trayendo el agua desde el chorro que había en la plazoleta. Antes le daba la meriendita inmediatamente después de hacer las tareas y después lo mandaba a la pila, y el agua casi siempre llegaba a la hora de la cena, cuando ya “el hombre” había llegado, lo que le daba a éste un motivo para empezar a pelear, estuviera o no, borracho. Principalmente, los motivos para que se demorara eran los juegos infantiles y los amigos del barrio. Miguelito se distraía volando papagayos, los cuales elaboraba él mismo con gran habilidad y utilizando los más variados materiales, sobre todo de desecho. También jugaba metras a “pepa y palmo”, bailaba trompos y jugaba con un gurrufío, que en Venezuela, es el nombre de un juguete normalmente compuesto por dos chapas de botella aplanadas y ensartadas en dos orificios por una cuerda atada a sí misma. Se soporta con ambas manos, cada una sosteniendo una parte de la cuerda, el cual también sabía confeccionar. A veces le apetecía andar solo; entonces se iba a la parte más alta del cerro, allá en Vista al Mar, para soñar despierto, actividad compartida con todos los niños del mundo. Recolectaba y comía frutas silvestres y se sentaba en el borde de una piedra a disfrutar de la brisa y la vista. Se divisaba desde allí, la más o menos cercana autopista que va al litoral central y por la cual, según se imaginaba el niño, transitaban “millones” de vehículos, “…El Litoral Central o lo que muchas personas llaman “La Guaira” es la zona central de Venezuela, al Norte de la Cordillera. Esta zona es de alta importancia tanto turística como comercial por su cercanía con la capital, Caracas, y por contar con el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía y el Puerto de La Guaira…”, recordaba Miguelito que decía una cuña perteneciente a la campaña Venezuela Tuya, dirigida a promover el turismo mediante cortos y afiches en los que se daban a conocer bellezas naturales de la región central, Mérida, Margarita y los llanos principalmente. Frecuentemente recordaba una vez, -realmente la “única” vez- que fue a la playa. Lo llevó una tía suya y pasó allí uno de los días más maravillosos de toda su corta existencia. Se le aguaba la boca nomás de recordar el sabroso pescado frito con tostones y ensalada que comió a la orilla del mar, en el Paseo de Macuto. – Epa Miguel, ¿quién era ese señor que fue a la escuela el otro día a buscar tu boleta de notas? – ¡Guá, el papá de mi hermanito! – Ah, sí es verdá que tú no tienes papá. – No, bolsiclón, no ves que yo nací por la manga de la camisa de mi mamá. ¡Claro que tengo papá!, lo que pasa es que por aquí en el barrio no lo conocen porque se la pasa viajando en barco del que se escribe con “b” de burro grande. Él es marinero mercantil. – ¡Ja, ja! Tú sí que eres bien bruto Miguelito. I que, marinero mercantil, será Marino Mercante. – ¡Ah!, ¿ves? Tú mismo lo ‘tás diciendo y fíjate que por el barrio no me creen. Eso es pura cochina envidia. – Coye y tú papá de verdá, verdaíta…. ¿nunca te trae ná? – Sí… món. Pero todo lo que me trae me lo está guardando pa’ cuando yo esté grande: juguetes, ropa, zapatos y todo eso, pa’ que no se me eche a perder. Y en conversaciones de ese tenor, palabras más, palabras menos, recorría Miguelito el trayecto hasta la humilde vivienda sin derramar ni una gota del vital líquido, con miras a degustar su deliciosa melcocha, de la cual invariablemente convidaba a Lucio, su compinche más incondicional. – Miguel, ¿será verdá que de todo lo que uno siembra, nace una mata? – Sí, ho…, cualquiera pepa que se siembra en la tierra, nace. – pero no, yo no digo una pepa. – ¿Ah no, y entonces qué se siembra, las hojas? – Yo digo que si uno siembra una mata de puyas… – Ah claro, también –dijo Miguel con la solemnidad de un catedrático— yo el otro día andaba por allá arribooota buscando unas moras y me enredé con las puyas de una mata y me espiné todo el brazo. – No gafo, no me refiero a de esas puyas, sino de estas –y extrajo del único bolsillo que no tenía roto un par de relucientes centavitos que le regalara su madrina el domingo después de la misa. Para quienes pertenecen a nuevas generaciones y seguramente lo ignoran, puya es el nombre coloquialmente dado a una moneda –oficialmente el centavo– cuyo valor era de 5 céntimos de bolívar; el valor de la locha, era de 12 céntimos y medio; y el valor de un mediecito era de 25 céntimos. – Güeno, que digo, bueno yo creo que sí. Vamos a probar, sembramos una en el patio de atrás de tu casa y la otra la gastamos en la pulpería de ‘ño Julián comprando caramelos. – ¡‘Tá pago! –dijo Lucio con la carita iluminada por la ilusión que le hacían la futura mata de puyas y los caramelos de una de nuestras añejas y criollísimas pulperías. Éstas eran establecimientos que expendían al por menor, básicamente comestibles. Las pulperías se encuentran generalmente, pero no únicamente, en los barrios o vecindarios más pobres de las ciudades y pueblos ya que venden artículos fraccionados, es decir, porciones muy pequeñas para su consumo diario. Así como trozos pequeños de queso, porciones de manteca, mantequilla, azúcar y granos. De allí el refrán popular: “Cada pulpero alaba su queso”. Estos negocios eran atendidos “el pulpero”, quien generalmente usaba un batón y una cachucha. Este personaje instituyó en Venezuela las tradicionales “ñapas”, las cuales constituyen por definición: Regalo que se le da a las personas al comprar algo, a veces un poquito adicional de lo se está comprando, otras, una golosina de poco valor monetario pero que a un rapazuelo le llenaba el corazón de alegría. El país y el tiempo siguieron su marcha, a ratos avanzando y a ratos más lento. Cambiaron algunos gobiernos y un día… AUTOPARTES “MIGUELUCIO” REPUESTOS PARA CARROS AMERICANOS Y EUROPEOS Dos hombres jóvenes contemplaban desde la acera de enfrente, en la avenida Bolívar de Catia, el aviso recién instalado sobre la entrada de su negocio, cuya inauguración se llevaría a cabo esa misma tarde. – Bueno socio –dijo Lucio a su amigo Miguel–, ya podemos comenzar a trabajar para el público, porque ya estábamos trabajando muy duro, pero sin ganar ni un centavo, ahora a vender y a servir. – Hablando de centavos, ¿cómo te parece Lucio?, ahí está nuestra “mata de puyas”. –¿Cuáles puyas y de mata me estás tú hablando chico? – De aquél centavito que sembramos cuando chiquitos en el patio de tu casa, ¿no lo recuerdas? Era sólo una fantasía de niños, pero aquí queda demostrado que con estudio, trabajo y sentido de la responsabilidad, se hacen realidad las “matas de puyas”.

lunes, 3 de septiembre de 2012

¡Bendita vida, bendita profanación!

En breve, los territorios de tu piel; hasta ahora prohibidos y sagrados, serán profanados por mis huestes, quizás un poco cansadas y fatigadas, pero aún fuertes e indómitas. Lo antes vivido, se nubla en el pasado. Lo real, lo importante, lo esencial, es lo que viviremos y sentiremos juntos, tu y yo; aquí y ahora. ¡Bendita vida, bendita profanación!…

jueves, 5 de julio de 2012

No te extraño

Podría extrañar tu presencia, cada vez ya más lejana… Lo que no extraño es tu ausencia, frecuente, desatinada. La una, me dio la vida, La otra, me la arrebata. De tanto hacerte extrañar, lograste que te olvidara.

martes, 27 de marzo de 2012

Astolfo y los Globos de los Sueños




Con un morral lleno con un par de mudas de ropa de medio uso, el sueño de triunfar como cantante y un montón de batallas por ganar, se terció la vieja guitarra al hombro y salió a la carretera. El sol y una fresca brisa bañaban su joven y hermoso rostro. Aspiró profundo para llenar los pulmones de aire y su espíritu de esperanza. Caminó por la orilla izquierda --como le enseñara su padre, otro Astolfo ya difunto--, por más tiempo del que sus cansados pies podían soportar. Finalmente se detuvo en un cruce de caminos, por donde pasaban automóviles y camiones rumbo a la capital del estado y a Caracas.
El camionero le despertó con un toque en el hombro.
--Epa muchacho, voy a parar un rato para estirar las piernas, poner gasolina y comer algo. ¿Te provoca un par de arepas y un café con leche?
--Sí señor, ¿cómo no? lo único que tengo entre pecho y espalda es un buchito de café negro que tomé antes de salir del rancho, a las cinco de la mañana –respondió con gratitud.
--Ya pasan de las nueve y media y también tengo hambre.
El hombre observaba al joven mientras éste devoraba, literalmente, las arepas rellenas con carne mechada. De pronto reparó en la guitarra, la cual no desamparaba como un tesoro muy valioso.
--¿Y esa guitarra, eres músico?
--Bueno, músico, músico no, me acompaño con ella para cantar.
--Y ¿pa’ dónde vas?
--A la capital. Voy a tener mucho éxito como cantante. Cantaré en la televisión, voy a grabar discos y ganar mucha plata, ¿sabe? Le voy a comprar una tremenda quinta a mi viejita y una nevera grandota, que siempre va a estar llena de comida.
--¡Ay carajito! Los pobres no tienen sueños, nomás tienen pesadillas.
--Yo sí lo voy a lograr señor, cuando sea famoso lo voy a invitar a comer en el mejor restaurante de Caracas.
--¡Así se habla, carajo! Con ganas de ganar. Mira, llegando a Valencia hay un carajo amigo mío que tiene un motel con una taguara bien montada. Los fines de semana, esa vaina se llena con gente que va a tomar y a bailar. Él, a veces presenta conjuntos de música criolla y a jóvenes, que como tú, por algo de dinero, comida y alojamiento, cantan para un público que al final no es muy exigente.
--Eso sería estupendo. ¿Me lo presenta?
--¡Clarinete! A eso de las cinco o seis de la tarde, iremos llegando allí, y como es viernes, hasta puede que empieces hoy mismo, si le caes bien al tipo. A propósito, ¿cómo tú te llamas?
--Astolfo Benavides, señor.
--¡Ja, ja, ja! Perdóname hijo, pero eso no es nombre, es castigo. Mejor te presentas en el local del italiano con otro nombre. ¿Qué te parece Alexander, como nombre artístico que llaman? Ya sé que hay varios “Alexánderes” por ahí, pero es pegajoso y como que trae suerte. Será porque suena a extranjero.
--La verdad, yo me siento orgulloso de mi nombre, que era el de mi padre también, pero usted tiene razón, la gente es muy novelera con los artistas.
--Oye, ¿y eres bueno? Porque si te voy a recomendar con el italiano…
--Allá en mi pueblo cantaba en la Iglesia y los muchachos siempre me buscaban pa’ llevarle serenata a las novias. Todos allá dicen que canto muy bonito.
--Entonces, ¡tú cantarás! Y de hoy en adelante, Alexander.
La especie de discoteca gigante, que resultó ser nomás un enorme caney con rústico mobiliario y una tarima, estuvo llena todo el fin de semana. Astolfo prosiguió hacia la capital con más dinero en el bolsillo del que había visto en toda su corta vida. No era mucho, realmente, pero él era muy pobre y la riqueza es una magnitud tan relativa, que para un limpio, unos pocos miles, son toda una fortuna.
A las pocas semanas, muchos de los globos de sus sueños, ya habían sido reventados por los dardos de la realidad, una realidad que a un joven de esa edad se le antojaba cruel, dura, infame. Había llegado a una ciudad con muchas casas, pero pocos hogares; mucha gente, pero pocos seres humanos. Una ciudad llena de “panas”, pero muy pocos amigos y con muchísimas casas, pero casi todas enrejadas. Llegó a creer que la experiencia de Valencia era sólo el principio de una vertiginosa carrera artística. Pero resultó nomás un evento aislado, una burla del destino o lo que sea que llamen así. Una ilusión sin fundamento real.
Un buen o mal día se halló cantando en el bulevar, entre Sabana Grande y Chacaíto y recibiendo unas pocas monedas de transeúntes que en nada valoraban su arte. Sólo arrojaban metal al estuche de guitarra, para poner un parche a su conciencia y seguir su camino.
Pero en la vida, las cosas cambian. Al cabo de un par de años, tal vez un poco menos, llegó su “manager” a la habitación del hotel y le informó:
--Bien Alexander, aquí están tu pasaporte, los dólares para el viaje y los boletos. Ya sabes lo que hacer en Nueva York al arribar al aeropuerto John F. Kennedy. Ahora trágate los globitos y está listo a las cuatro en punto de esta tarde, para llevarte a Maiquetía. Tu avión despega a las 06:45 pm.
La pobre vieja se quedaría esperando la quinta y la nevera llena de comida. ¡Ah!, y las novias del pueblo, sus serenatas. Los últimos globitos de los sueños se reventaron dentro de Alexander. Volvía a ser Astolfo, otro difunto Astolfo.
Irónicamente falleció en el aeropuerto que llevaba el nombre de quien dijo:
No podemos negociar con aquéllos que dicen: “lo que es mío es mío y lo que es tuyo es negociable.